Matar a la serpiente

> Por Biciman.© 

Quisiera la serpiente ser lombriz, atravesar el ras de su herencia, hundirse en lo negro, cavarle venas a la tierra. Pero no lo haría, al ser impulsada por su templaria genética, con el dichoso y espontáneo fin de engordar su cuerpo sentido con la humedad que nutre la fugaz y prodigiosa experiencia de ser parte de ser uno en un millón de planetas. Quisiera la serpiente ser lombriz para ser serpiente en el bajo mundo que la soporta y no percibe y no acapara en su tenso dominio que todo lo quiere. Quisiera la serpiente hacer túneles más grandes, rectos, intersectados, inteligentes, productivos, una eficaz estructura de pobredumbre barata y repetitiva, que cumple sin merma con el altruista objetivo de socavar más espacios para más serpientes. Las abejas también tienen nobleza dirá ella, con el mortífero orgullo de su estirpe. Pero las abejas reinan para más abejas, no para más reinas. Las abejas y las lombrices saben que hay abejas y abejas reinas y más lombrices y más serpientes y ratas que nadan y chanchos que vuelan. Y moscas de sopas y tortugas que escapan porque no hay donde morderlas. Saben que la vida es naturalmente una guerra, que no hay paz sino equilibrio, que los espacios se ganan y defienden, con el único y difícil mérito de ser parte de la vida y de la guerra. Y saben que la muerte se combate con muerte. En el ataque que siempre comienza, es menester del bichaje sacudir las minorías para inquietar el impacto, alarmar el arrebato del territorio perdido, revivir lo sanguinario para matar el espanto. En el ataque que nunca termina, se repiensan las defensas, el escudo se tensa con la costilla de al lado, la fiamma subversiva recorre bajos y esquinas, tramando el conjuro de un solo bramido urgente: hay que matar a la serpiente, hay que matarlos a todos.